La increíble y triste historia de la cándida Darth Vader y sus dementores desalmados: parte I
Mi vida es como la de cualquier dementor. Curso unas horas a la mañana, recientemente conseguí un trabajo que aunque sea de pocas horas semanales, me ayuda al menos mientras encuentro algo más estable, salgo con mis amigos dementores y no dementores, duermo la siesta, miro tele, leo libros, escucho música, riego las plantas, alimento a mi gato, le saco el alma a algún Harry Potter o su gordo primo Dudley, escribo artículos para un blog y esas cosas de rutina que se vuelven casi indispensables. A mi modo, con mis cosas, mis actividades, mis estudios, soy feliz. Cada día tiene un proyecto incluso, a veces, el proyecto de no hacer nada. Y es así como de repente, desde el cielo o el infierno, zas, sin previo aviso, lo imprevisto. Aquello que uno no entiende cómo sucede. Y lo más curioso, muchos imprevistos en un lapso de tres días. Como se pregunta Carry Bradshaw en sus columnas, a las cosas raras y curiosas, ¿dios las cría y el diablo (o el viento, dependiendo la versión) las amontona?
Partiendo de la hipótesis a dilucidar –hipótesis que de seguro no llega a ningún lado, como cualquier escrito filosófico contemporáneo-, debo comentar qué me sucedió fehacientemente para contar con una recolección de datos y variables iniciales.
Domingo 20 de septiembre. Luego de varias cadenas de mails enviadas entre un grupo de selectos amigos, decidimos juntarnos en conmemoración del 21 de septiembre para no festejar el día de la primavera, o como bien rezaba el asunto del mail, Primavera Cero. Yo debo confesar, a título personal, que nunca fui de esas que iban a Plaza Francia a socializar con miles de estudiantes ebrios y/o drogados a plena luz del día y después de viajar una hora y media en el 110. Paso, gracias. Así que esta reunión de Primavera Cero era mi sueño hecho realidad, iniciativa que creo que tomó Porthos. El plan era medianamente claro. Juntarnos el domingo e ir a una sesión gratuita de meditación en el Centro Sivananda en Palermo. Porthos había encontrado el anuncio en un folleto, dentro de una librería, y nos lo ofreció como posible salida colectiva. Digan la verdad, ¿se hubiesen negado? Cuestión que decidimos ir y luego depositar nuestros espíritus en la casa de Porthos. Hasta aquí, todo chiche bombón. La noche previa al domingo, me entero que el Palacio Ortiz Basualdo iba a estar abierto el domingo 20 de 11 a 18 y me pareció que a Porthos le interesaría el dato. Yo ya había decidido ir con mi madre a la mañana. Luego de conversaciones vía mensaje de texto a las tres de la mañana, decidimos ir las tres (Porthos, mi madre y yo) a las 4 de la tarde a visitarlo. Quien les escribe y su madre llegamos puntualmente y Porthos nos avisó que llegaría unos minutos retrasada. Cómo explicar el impacto que nos causó llegar al Palacio, la embajada de Francia, y divisar UNA MANZANA Y MEDIA DE COLA. Cuando las tres nos encontramos, agotamos todos los temas de conversación imaginables –de hecho, hasta decidimos ir a ver la nueva película cerebral de Jean Claude Van Damme en la que el músculo piensa, como diría un periodista de Página 12-, mi madre se peleó con una vieja copetuda de la cola, comentamos la presencia del PAMI al estilo Palermo Hollywood en el lugar y pudimos observar detalladamente el exterior del edificio. Después de dos horas de cola, la visita duró alrededor de 25-30 minutos y la verdad es que por dentro era hermoso. A mí, las salas inglesas me fascinaron. Lástima que tuvimos que realizar la visita guiada al trote y entre 80 personas que movían la cabeza para la izquierda si la guía se refería a la ventana que daba a la calle Cerrito o miraban en manada hacia el techo si la guía quería explicar la pintura sobre él plasmada. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos llegando tarde a la meditación. Salimos apuradas con Porthos, abandonando a mi madre, y vimos que el 10 se acercaba por Juncal a su parada. Caminando a pasos agigantados, logramos llegar a la parada –corriendo los últimos 10 metros- y tomarnos el colectivo a tiempo. Lamentablemente, nos pasamos al bajar como siete cuadras, pero bueno, como dijo Napoleón a uno de sus criados, vísteme despacio que estoy apurado, y paso a paso, como Merlo, llegamos al Centro Sivananda. Era como un local más de Palermo pero estaba cerrado y con luces apagadas. Creo que Porthos tocó el timbre, mirándome luego y preguntándome si estaba preparada para la experiencia por vivir. Yo no había contestado mentalmente esa pregunta cuando una señora de mediana edad vestida de blanco nos abrió la puerta y nos hizo pasar. Comenzó a murmurar palabras para mí inentendibles y nos anotó en una planilla. Luego nos sacamos los zapatos y subimos la escalera de madera, mientras escuchábamos una voz de hombre que recitaba en lo que teóricamente debía ser sánscrito. Desde ese momento, Porthos y yo, cómplices las dos, nos tentamos. Y no sabíamos que eso era un camino sin retorno. Cuando llegamos al primer piso, vimos a una multitud, mayoritariamente femenina, sentada con las piernas cruzadas sobre almohadones rojos y escuchando al señor que hablaba. En un costado, Darth Vader, Aramis y una amiga a quien llamaremos Georgy. Las tres sentadas en fila, con la espalda recta. Nos saludaron y nosotras procedimos a ubicarnos en el fondo de la sala, sobre una de las colchonetas. Recién en ese momento logramos ver al hombre de la voz cantante. Era un sujeto de mediana edad, vestido todo de naranja, sentado en el piso al lado de una especie de fuente. Recitaba cosas raras que nos causaron mucha gracia a Porthos y a mí. Al principio me dediqué a observar todo a mi alrededor: la mujer de las calzas blancas que estaba con los ojos cerrados, la señora mayor que parecía un cadáver maquillado sentada en una de las sillas al fondo, los cuadros con elefantes de seis brazos, el ayudante del Swami que estaba vestido de amarillo y blanco, las personas que nunca habían ido antes a un rito así, las personas que eran viejos conocidos y cantaban todas las canciones, la estatua dorada de Buda delante de todo en una suerte de altar. El lugar era un departamento bien mantenido. Había manuales de cantos y otros libros de la cultura hindú. Y el hombre de naranja recitando casi de modo monocorde versos que para la cultura occidental nada significaban pero que todos aceptaban con naturalidad. En un momento, por señas, le indiqué a Porthos que estaban bañando a Buda y le arrojaban flores. Nuestra sonrisa cómplice se hizo presente una vez más.
Pasó el tiempo, y de repente, llegaron los cantos mantras. Porthos me pidió que cantáramos con la gente. No teníamos ninguna letra así que repetimos de acuerdo a lo que escuchábamos, primero tímidamente y luego más relajadas. Verdaderamente, nos estábamos divirtiendo. A lo lejos, veía cabecear a Georgy y veía espantada a Aramis. Pero Darth Vader parecía estar en su salsa. Tiempo después, ya estaría con la frazada naranja del centro sobre sus hombros, como una devota seguidora de Durka. Hubo momentos claves. El Namaha, seguido de la seña que era acercar la mano al pecho y extenderla hacia delante luego, ya era natural. Nos fuimos acercando a pedido del Swami que presidía la ceremonia y el ayudante pelado con el tercer ojo rojo en la frente se nos acercó ofreciéndonos una leche rara. Yo, siguiendo el consejo de mi madre, no tomé nada. De hecho, cuando me lo ofreció le dije naturalmente con una sonrisa ‘no, gracias’ a lo que el pobre hombre, horrorizado, me dijo ‘eeeeeeeh… bueno’ y le ofreció lo mismo a Aramis quien directamente le dijo ‘no’ y dejó escapar la risa al ver a Georgy escupir la leche, lo cual indicaba que nuestras decisiones habían sido las correctas. Finalmente, cuando ya cantábamos como si estuviésemos en la cancha, el Swami (o Sami, según Porthos) nos contó un relato muy extraño de algunas divinidades. Yo me dejé llevar por mi imaginación, observando a la gente aparentemente atenta y teniendo a Aramis recostada sobre mis piernas, diciendo ‘me quiero ir’. Cuando nos vinieron a ofrecer una torta que parecía de caucho y un arroz con leche color amarillento bastante sospechoso, directamente dejamos los platos en la bandeja. Pero una señora nos dijo que teníamos que comer algo, aunque sea por el simbolismo que ese hecho conllevaba, y fue así que terminamos con la torta símil caucho en la mano y potes de arroz con leche en la otra. Sólo puedo decir que eran horribles. Vishnu o como se llame podrá tener seis brazos, pero las Exquisitas le ganan de mano.
Luego de una pasada rápida por el baño y de las dos horas de meditación acompañadas de risas cómplices y bailes clandestinos, nos retiramos. Porthos hizo una breve reverencia con la cabeza al Swami y al salir, una mujer –la de calzas blancas- nos comentó que nos había visto tentadas toda la noche. Allí afloró mi pensamiento que no me había abandonado en toda la velada: soy demasiado occidental para este tipo de cosas. Por suerte volvimos a la vida al tomarnos el 102 a Constitución. Om, Shanti, Shanti, Shanti. Y como la viveza criolla se ha hecho carne en los argentinos, cuando llegamos a destino, me enteré que mis amigas se habían robado uno de los manuales de canto del lugar. ¿Qué puedo decir? Namo, namaha.
Pero esto no fue lo más raro, sospechosamente, que me sucedió en la semana. El martes a la noche fui con Porthos a una Kermes de Blogs. Juro que no estoy drogada ni nada por el estilo, que esos eventos existen, que son gratuitos, que se dan en el Auditorio del Centro Cultural Rojas y que hay una comunidad de Bloggers. Pero como este artículo excedió cualquier límite decente de palabras, dejo la segunda parte de este relato de aventuras gratis para una próxima entrega. Pero prepárense, porque las aventuras de Bombita Rodríguez contra los sindicalistas del espacio son un poroto al lado de las de Darth Vader y sus tres dementores en la segunda kermes de bloggers de este año. Sólo les dejo un dato: el que dirigía el encuentro se hacía llamar Capitán Intriga. Y ahora los dejo con la intriga precisamente de saber qué sucedió y una frase de reflexión de nuestro amado Ricardo Arjona en honor a nuestras nocturnas aventuras, frase que quizás entiendan en la próxima crónica: la noche te trae sorpresas […] te sientes dueño del mundo y te dejan con cara de asustado.
Hasta la próxima, amigos bloggers.
Partiendo de la hipótesis a dilucidar –hipótesis que de seguro no llega a ningún lado, como cualquier escrito filosófico contemporáneo-, debo comentar qué me sucedió fehacientemente para contar con una recolección de datos y variables iniciales.
Domingo 20 de septiembre. Luego de varias cadenas de mails enviadas entre un grupo de selectos amigos, decidimos juntarnos en conmemoración del 21 de septiembre para no festejar el día de la primavera, o como bien rezaba el asunto del mail, Primavera Cero. Yo debo confesar, a título personal, que nunca fui de esas que iban a Plaza Francia a socializar con miles de estudiantes ebrios y/o drogados a plena luz del día y después de viajar una hora y media en el 110. Paso, gracias. Así que esta reunión de Primavera Cero era mi sueño hecho realidad, iniciativa que creo que tomó Porthos. El plan era medianamente claro. Juntarnos el domingo e ir a una sesión gratuita de meditación en el Centro Sivananda en Palermo. Porthos había encontrado el anuncio en un folleto, dentro de una librería, y nos lo ofreció como posible salida colectiva. Digan la verdad, ¿se hubiesen negado? Cuestión que decidimos ir y luego depositar nuestros espíritus en la casa de Porthos. Hasta aquí, todo chiche bombón. La noche previa al domingo, me entero que el Palacio Ortiz Basualdo iba a estar abierto el domingo 20 de 11 a 18 y me pareció que a Porthos le interesaría el dato. Yo ya había decidido ir con mi madre a la mañana. Luego de conversaciones vía mensaje de texto a las tres de la mañana, decidimos ir las tres (Porthos, mi madre y yo) a las 4 de la tarde a visitarlo. Quien les escribe y su madre llegamos puntualmente y Porthos nos avisó que llegaría unos minutos retrasada. Cómo explicar el impacto que nos causó llegar al Palacio, la embajada de Francia, y divisar UNA MANZANA Y MEDIA DE COLA. Cuando las tres nos encontramos, agotamos todos los temas de conversación imaginables –de hecho, hasta decidimos ir a ver la nueva película cerebral de Jean Claude Van Damme en la que el músculo piensa, como diría un periodista de Página 12-, mi madre se peleó con una vieja copetuda de la cola, comentamos la presencia del PAMI al estilo Palermo Hollywood en el lugar y pudimos observar detalladamente el exterior del edificio. Después de dos horas de cola, la visita duró alrededor de 25-30 minutos y la verdad es que por dentro era hermoso. A mí, las salas inglesas me fascinaron. Lástima que tuvimos que realizar la visita guiada al trote y entre 80 personas que movían la cabeza para la izquierda si la guía se refería a la ventana que daba a la calle Cerrito o miraban en manada hacia el techo si la guía quería explicar la pintura sobre él plasmada. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos llegando tarde a la meditación. Salimos apuradas con Porthos, abandonando a mi madre, y vimos que el 10 se acercaba por Juncal a su parada. Caminando a pasos agigantados, logramos llegar a la parada –corriendo los últimos 10 metros- y tomarnos el colectivo a tiempo. Lamentablemente, nos pasamos al bajar como siete cuadras, pero bueno, como dijo Napoleón a uno de sus criados, vísteme despacio que estoy apurado, y paso a paso, como Merlo, llegamos al Centro Sivananda. Era como un local más de Palermo pero estaba cerrado y con luces apagadas. Creo que Porthos tocó el timbre, mirándome luego y preguntándome si estaba preparada para la experiencia por vivir. Yo no había contestado mentalmente esa pregunta cuando una señora de mediana edad vestida de blanco nos abrió la puerta y nos hizo pasar. Comenzó a murmurar palabras para mí inentendibles y nos anotó en una planilla. Luego nos sacamos los zapatos y subimos la escalera de madera, mientras escuchábamos una voz de hombre que recitaba en lo que teóricamente debía ser sánscrito. Desde ese momento, Porthos y yo, cómplices las dos, nos tentamos. Y no sabíamos que eso era un camino sin retorno. Cuando llegamos al primer piso, vimos a una multitud, mayoritariamente femenina, sentada con las piernas cruzadas sobre almohadones rojos y escuchando al señor que hablaba. En un costado, Darth Vader, Aramis y una amiga a quien llamaremos Georgy. Las tres sentadas en fila, con la espalda recta. Nos saludaron y nosotras procedimos a ubicarnos en el fondo de la sala, sobre una de las colchonetas. Recién en ese momento logramos ver al hombre de la voz cantante. Era un sujeto de mediana edad, vestido todo de naranja, sentado en el piso al lado de una especie de fuente. Recitaba cosas raras que nos causaron mucha gracia a Porthos y a mí. Al principio me dediqué a observar todo a mi alrededor: la mujer de las calzas blancas que estaba con los ojos cerrados, la señora mayor que parecía un cadáver maquillado sentada en una de las sillas al fondo, los cuadros con elefantes de seis brazos, el ayudante del Swami que estaba vestido de amarillo y blanco, las personas que nunca habían ido antes a un rito así, las personas que eran viejos conocidos y cantaban todas las canciones, la estatua dorada de Buda delante de todo en una suerte de altar. El lugar era un departamento bien mantenido. Había manuales de cantos y otros libros de la cultura hindú. Y el hombre de naranja recitando casi de modo monocorde versos que para la cultura occidental nada significaban pero que todos aceptaban con naturalidad. En un momento, por señas, le indiqué a Porthos que estaban bañando a Buda y le arrojaban flores. Nuestra sonrisa cómplice se hizo presente una vez más.
Pasó el tiempo, y de repente, llegaron los cantos mantras. Porthos me pidió que cantáramos con la gente. No teníamos ninguna letra así que repetimos de acuerdo a lo que escuchábamos, primero tímidamente y luego más relajadas. Verdaderamente, nos estábamos divirtiendo. A lo lejos, veía cabecear a Georgy y veía espantada a Aramis. Pero Darth Vader parecía estar en su salsa. Tiempo después, ya estaría con la frazada naranja del centro sobre sus hombros, como una devota seguidora de Durka. Hubo momentos claves. El Namaha, seguido de la seña que era acercar la mano al pecho y extenderla hacia delante luego, ya era natural. Nos fuimos acercando a pedido del Swami que presidía la ceremonia y el ayudante pelado con el tercer ojo rojo en la frente se nos acercó ofreciéndonos una leche rara. Yo, siguiendo el consejo de mi madre, no tomé nada. De hecho, cuando me lo ofreció le dije naturalmente con una sonrisa ‘no, gracias’ a lo que el pobre hombre, horrorizado, me dijo ‘eeeeeeeh… bueno’ y le ofreció lo mismo a Aramis quien directamente le dijo ‘no’ y dejó escapar la risa al ver a Georgy escupir la leche, lo cual indicaba que nuestras decisiones habían sido las correctas. Finalmente, cuando ya cantábamos como si estuviésemos en la cancha, el Swami (o Sami, según Porthos) nos contó un relato muy extraño de algunas divinidades. Yo me dejé llevar por mi imaginación, observando a la gente aparentemente atenta y teniendo a Aramis recostada sobre mis piernas, diciendo ‘me quiero ir’. Cuando nos vinieron a ofrecer una torta que parecía de caucho y un arroz con leche color amarillento bastante sospechoso, directamente dejamos los platos en la bandeja. Pero una señora nos dijo que teníamos que comer algo, aunque sea por el simbolismo que ese hecho conllevaba, y fue así que terminamos con la torta símil caucho en la mano y potes de arroz con leche en la otra. Sólo puedo decir que eran horribles. Vishnu o como se llame podrá tener seis brazos, pero las Exquisitas le ganan de mano.
Luego de una pasada rápida por el baño y de las dos horas de meditación acompañadas de risas cómplices y bailes clandestinos, nos retiramos. Porthos hizo una breve reverencia con la cabeza al Swami y al salir, una mujer –la de calzas blancas- nos comentó que nos había visto tentadas toda la noche. Allí afloró mi pensamiento que no me había abandonado en toda la velada: soy demasiado occidental para este tipo de cosas. Por suerte volvimos a la vida al tomarnos el 102 a Constitución. Om, Shanti, Shanti, Shanti. Y como la viveza criolla se ha hecho carne en los argentinos, cuando llegamos a destino, me enteré que mis amigas se habían robado uno de los manuales de canto del lugar. ¿Qué puedo decir? Namo, namaha.
Pero esto no fue lo más raro, sospechosamente, que me sucedió en la semana. El martes a la noche fui con Porthos a una Kermes de Blogs. Juro que no estoy drogada ni nada por el estilo, que esos eventos existen, que son gratuitos, que se dan en el Auditorio del Centro Cultural Rojas y que hay una comunidad de Bloggers. Pero como este artículo excedió cualquier límite decente de palabras, dejo la segunda parte de este relato de aventuras gratis para una próxima entrega. Pero prepárense, porque las aventuras de Bombita Rodríguez contra los sindicalistas del espacio son un poroto al lado de las de Darth Vader y sus tres dementores en la segunda kermes de bloggers de este año. Sólo les dejo un dato: el que dirigía el encuentro se hacía llamar Capitán Intriga. Y ahora los dejo con la intriga precisamente de saber qué sucedió y una frase de reflexión de nuestro amado Ricardo Arjona en honor a nuestras nocturnas aventuras, frase que quizás entiendan en la próxima crónica: la noche te trae sorpresas […] te sientes dueño del mundo y te dejan con cara de asustado.
Hasta la próxima, amigos bloggers.
Lloré de la risa recordando nuestras risas contenidas en la sesión de meditación. Buda mediante, estábamos en el fondo y teníamos total impunidad. Al igual que en la kermese. La vida nos sonríe, Atos.
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