Cómo nos hicimos gays

Viernes a la noche, Scalabrini Ortiz y Corrientes, un Burguer King como rendez-vous. Presentaciones, café con rejillas de membrillo, un intento de robo, prendedores de Matisse y Van Gogh. Caminamos por la calle Drago los tres: J.E.W, Porthos y yo. Ante nosotros, se yergue Casa Brandon. Di ‘amigo’ y entra.

Postales y tarjetas gratis en una mesa, a un costado. Láminas blancas, bastante grandes, con impactos de partes del cuerpo en colores rojos, negros, verdes, azules, blancos. Subimos por la escalera, no hay mucha gente. Pasadas las nueve de la noche, la vieja categórica (que me sorprendió por su juventud) saluda a Porthos, quien nos introduce a J.E.W y a mí. Nos sentamos en un sillón muy cómodo y nos damos cuenta de que hace un calor pegajoso que convertiría a nuestro querido J. en una sopa de choclo (sic). No había aire, ni ventanas abiertas. Tampoco un ventilador. Se oía música mientras iba cayendo gente al baile. Hablamos de todo un poco, Porthos hizo uso de su popularidad entre la gente del ambiente, pedimos un licuado de durazno mientras discutíamos si era posible tomarse un licuado de banana al agua (cosa que para mí no existía hasta que Porthos dijo que ella lo tomaba así y J. le aconsejó hacerlo con leche pero sin ponerle azúcar, cosa que para mí es inimaginable). Finalmente, la vieja categórica, que también me sorprendió por su delgadez, anunció el inicio de las lecturas re-gays que era nuestro objetivo de la velada. ¿O miento? Sí, claro, primero vino el hombre vestido de negro con una peluca rubia que cantaba por el lugar y entregaba rosas o un cuadernillo con dibujos de un hombre alado que recorría la ciudad. Fue algo lindo, extrañamente agradable y fundamentalmente sorpresivo. Supongo que este último calificativo es el que le queda pintado a la noche que vivimos. Al costado del micrófono principal, un cartel que rezaba ‘matrimonio para todos y todas’, y la víspera de la marcha por el orgullo gay inundaba el ambiente como la luz de una vela. Ahora sí, la lectura. “Vamos a comenzar con Christian”.

Christian, un hombre fornido pero al que se le notaba cierta debilidad de carácter a mí entender, leyó un poema del que recuerdo sólo una frase: volando a tu perfume. También sé que en algún momento describía la ciudad. También leyó un texto en el que explicaba, de manera super personal, lo que a él le generaba escribir. Después siguió (y en realidad no sé si el orden que voy a dar es el que efectivamente acaeció pero no creo que importe demasiado) la compañera de taller de Porthos, Agustina, que leyó dos cuentos breves. Según Porthos fueron de lo mejorcito. Creo que coincidimos los tres en eso. Más tarde vino un pelado que hizo un monólogo. Era el gay prototípico que uno ve en la televisión o que el imaginario colectivo se encarga de difundir en, por ejemplo, una kermese de blogs. De hecho, Porthos y yo esperábamos encontrar al famoso Capitán Intriga, pero nos decepcionó. Luego vino un hombre, con menos onda que me lacio pelo, y contó un cuento de un oso. Allí aprendimos que a los gays gorditos y peludos se los denomina así. A mí ese cuento fue el que más me gustó. Finalmente, cerraron con lo peor, a mi criterio. Una mujer, cuyos ojos quedaban a merced de la imaginación de los espectadores, que leía poemas larguísimos. Y lo peor: eran todos iguales. Llegué a pensar que era un gran poema inacabable. En un momento, después de haber leído dos de sus monstruosas creaciones, dijo que iba a leer uno que la primera vez que lo había presentado le habían pedido que lo repitiese. Y yo, un poco distraída, pensé que había dicho que iba a repetir uno de los que acababa de leer porque los aplausos habían sido más que generosos. De lo más recóndito y profundo de mi esternón, me salió un conmovedor, incontrolable y no tan silencioso ‘NO’, aterrado. Porthos y J se rieron. Al ver que no iba a acontecer lo que imaginaba, respiré aliviada. Ilusa de mí. Fue peor. Lo que no entiendo es por qué la aplaudían tanto. Verdaderamente me pareció horrorosa como poetisa. Sólo una vez me dieron ganas de regalarle mis aplausos: cuando dijo que iba a leer el último.

La hora del corto. Cómo me hice gay. Diez testimonios de cómo el autor de la película se había hecho gay, de acuerdo a lo que cada personaje creía. Había de todo: el hermano, el esposo, la abuela de 97 años que contestó lo que quiso (cuando la vi, la dije a Porthos ‘agarráte la dentadura’ y mi querido dementor comenzó a reírse y hasta creo que lagrimeó un poco, pero en la penumbra muchas cosas no son factibles de ser del todo identificadas), el encargado de edificio con un típico ‘pero es un buen muchacho…’, la cuñada, una compañera de la facultad, una amiga que estaba allí presente y creo que era artista, una novia de preescolar que afirmó que ella lo había hecho gay, el cineasta famoso cuyo apellido no recuerdo, una cronista, la asistente doméstica que lo incitaba a ser cómo él quisiese ser en realidad. El entorno, digamos, del director. Mucha gente tuvo un exceso de risa, como aquellos ataques de tos inexplicables que sufre Sabina en su canción. Nos retiramos, alla fine, para ir a tomar el 110 con J.E.W y Porthos, el 168.

No contaré los pormenores (¡y que los hay, los hay!) de nuestra búsqueda de la parada. Con decir que la luz se cortó por la calle que nosotros caminábamos volviendo todo sospechosamente turbio, alcanza y sobra. Una vez en el 110, ramal 2, gracia’ dio’, el viaje fue rapidísimo. Por mensajes de texto nos enteramos que el viaje de Porthos fue de reflexión para saber si se había hecho o no gay. Aún espero la confirmación o refutación de tal premisa. J y yo llegamos a mi casa. Comimos tarta, yo comí pastafrola, él comió arroz con leche. Hablamos (hasta le conté el argumento de una novela brasilera), luego conoció a mi madre. Finalmente, Entre tinieblas. Con decir que Carmen Maura (una monja) le tocaba el bongó a su tigre, al cual había criado como a un hijo dentro del convento, basta y sobra para describir la genialidad de Almodóvar. Sin embargo, no me quiero ir sin antes recalcar que la madre superiora se va a Tailandia a traficar drogas. A las 5 de la mañana aproximadamente, nos acostamos, no sin antes lograr la misión imposible de entender los audífonos que J tan gentilmente me prestó. No podíamos levantarnos la mañana siguiente.

¿Cuál es, se preguntarán, la conclusión de la velada? No creo que haya una. Fuimos solamente humanos en el camino de la diversidad que nos adentramos en un universo poco explorado –sobre todo por mí, quizá- y que dejó entrever nuestras propias limitaciones (?). Buenos Aires es un cúmulo de experiencias, hay gente que va para todos lados, bondis que nos mantienen conectados, Casas Brandon que se mueven en la penumbra de la noche: una ciudad que no duerme. Nada es predecible ni mucho menos imaginable. Y así, me quedo con lo nuevo, la variedad, el licuado de durazno. Yo no me he hecho gay si es que alguno se quedó con alguna duda al respecto. Sólo quiero despedirme con una frase de un tema de Arjona: la noche te trae sorpresas.

Comentarios

  1. Atos: entre risas te confieso que non solum lagrimeé aquella noche con el inmortal "agarráte la dentadura", sed etiam rodaron lágrimas de risa por mis mejillas al leer este artículo. Mientras escribo este comentario las lágrimas persisten. Lo notable: la consumación del tan ansiado encuentro con J. y el licuado de durazno. Lo lamentable: dejé de comprender qué es ser gay. Pero por lo graciosa y lo sorpresiva, a nuestra noche le doy 4 "Sócrates es un gato".

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