La fealdad de pensar: elogio a Cristián Warnken y a sus compañeros de equipo.
Hay algo que los hombres lindos nunca van a comprender: el placer de ser feo. O mejor aún, el placer de ser amado cuando uno es feo. Claro que yo nunca lo experimenté, no por mi belleza excepcional sino simplemente porque no soy hombre. Pero sí viví otra forma sublime de placer: amar a un hombre no a pesar de su fealdad, pero a causa de ella. Fetiches tengo en todos los bolsillos (con las manos, las manos manchadas de tiza y por extensión las manos manchadas de cualquier cosa, los omóplatos, las nucas, los estómagos flácidos, las voces profundas, las narices grandes, los hombres intempestivos, los hombres tempestivos) pero el mayor de ellos, acaso por ser contenedor de todos los anteriores, es mi fetiche con los hombres feos. Claro que el atractivo nace en otros ámbitos, en el plano intelectual, quizás, en el reconocimiento de un talento o de un conocimiento superior al mío. Luego, el atractivo “intangible” se traslada a lo corpóreo (a la cubierta de un libro, al arte de tapa de un disco, a una hebilla de pelo, al cuerpo de un hombre), a lo inmediato y allí se manifiesta hasta convertirse en una atracción casi autónoma. Este proceso toma un tiempo, pero este tiempo de preparación parece desvanecerse cuando el soporte de mi amor es un hombre feo.
No me malinterpreten, puedo apreciar la belleza. Pero más que apreciarla, la padezco. Hace poco leí un artículo de Juan Terranova en el que él explica el atractivo de Brad Pitt, esto es, el atractivo que Brad Pitt ejerce sobre él. Nos dice que detrás de la belleza física subyace algo, en eso estamos de acuerdo y es precisamente por eso que, a diferencia de Terranova, Brad Pitt me resulta vomitivo. Terranova cuenta, a partir de algunos puntos de la carrera de Pitt, cómo su belleza física se redime, sale a la luz una vez más, se justifica. Para Terranova la belleza es algo latente, que sólo en ciertas oportunidades se puede manifestar. Pero yo creo que algo se le escapa, yo creo que la belleza es algo que siempre está ahí, manifestándose a pesar del mundo, pero que es de una inmensa fragilidad. He aquí mi problema con la belleza: sé muy bien que en cualquier momento una mueca, un comentario estúpido, una mala actuación pueden arruinar ese equilibrio perfecto que es la belleza. Eso sumado al hecho de que, así como el amor predispone al amor, la belleza predispone a la belleza. Sin entrar en un lapsus patético de auto-compasión, no me avergüenza decir que no me juzgo digno de la más sublime de las bellezas físicas, simplemente no combinamos. Pero lo más difícil de la convivencia con la belleza es que rápidamente paso del estado de éxtasis en el que nos pone la contemplación de algo bello a la desesperación. Desesperación por saber que en cualquier momento se va a desmoronar, dejándome lleno de ira y con nada más que escombros a los pies. Del éxtasis paso a la desazón y de la desazón a la ira. Por último, la imposibilidad de la verbalización de la belleza. Puedo escribir sobre las manos de Laurence Olivier, sobre la barba de Sean Connery, sobre el pecho de Rutger Hauer en el memorable desnudo en Blade Runner, las proporciones del David de Bernini pero todo ese palabrerío se desvanece cuando somos enfrentados a la imagen. Y ni siquiera estamos hablando de compartir una habitación con algo bello, nos referimos sólo a ver una imagen. Y eso provoca desesperación, saber que la única respuesta posible a algo bello es.....algo más bello.
Pero ahí donde fallan los hombres lindos, triunfan los hombres feos. Allí, amid the garbage and the flowers, donde el aspecto de un hombre feo se asimila al de un jarrón roto y reconstruido. Si hubo belleza alguna, ya se desmoronó, y queda en el espectador la habilidad de rastrear las sílabas de esa palabra secreta que cuando pronunciada se torna irresistible. Esta captación de lo bello en lo más horrible llena al amante de una auto-complacencia sin parangón, porque la belleza nunca existió fuera de él, hizo falta que alguien la nombrara para darle vida, y así como el amante la despertó, esa belleza nunca se quebrará, a menos que el amante deje de amar. Y cuando el amante deje de amar, la naturaleza de esa belleza será irrelevante porque, ajena a la mirada o no, no existirá sin algo que la sostenga. Los hombres feos requieren estudio. Requieren horas de cuidadosa investigación para reconocer esos elementos (manos, labios, ojos, hombros) que en otro conjunto hubieran dado un maravilloso resultado pero en el que tenemos frente a nosotros dan... conjunto vacío. Así el amante de lo feo se convierte en creador de lo bello, así nace el amor en clave Pigmalión-Galatea, and it never stops, not even when your master fails. Pocas cosas más placenteras que el momento en el que, habiendo estudiado con minuciosidad las partes de un hombre horrendo, uno posa los ojos sobre él y aparece algo nuevo, algo que no habíamos visto: algo bello. Y claro, cuando uno ya es experto en el reconocimiento y la reconstrucción de lo feo, empieza a descubrir patrones de fealdad. Uno de mis favoritos es el que denomino “el norteamericano narigudo”. Miembros vitalicios del club: Bob Dylan, Dustin Hoffman, John Updike, Leonard Cohen. De poca estatura, hombros pequeños y cara horrenda. Están destinados al éxito, el tamaño de la nariz es directamente proporcional al sex appeal. También están los ingleses, que son el 98% de la población inglesa (el 2% restante constituido por Laurence Olivier, David Bowie, Rupert Brooke, Ian Curtis y algún otro caballero que se me escapa). Embajadores de la fealdad inglesa: George Orwell, Julian Barnes, David Niven, Alan Rickman, Philip Larkin, Roger Daltrey. Todos horrendos pero irresistibles. Punto a favor de los ingleses: tienen las voces más sensuales. Bueno, los franceses hicieron escuela propia en fealdad: Serge Gainsbourg, Oswald Ducrot, Jean-Paul Sartre, Mathieu Amalric. Claro que tienen sus excepciones (Alain Delon, Jacques Dutronc, Michel Foucault) pero los mejores son feos. Feos con ganas. ¿Y los argentinos? Lamento decirlo pero los argentinos no saben ser feos. La mayoría son...normales. Algunos hasta son bonitos (Julio Chávez, Pedro Aznar, Gonzalo Garcés, Alfredo Alcón, Leopoldo Marechal), pero ninguno sabe ser horripilante. Tal vez ese es mi problema: no nos une el amor ni el espanto.
veo el guiño secreto en el texto. y respondo como Tita Merello en una de las canciones: mas la fealdad que dios me dio, mucha mujer me la envidió. ya lo dice el refrán (aunque en el caso de la mujer, pero podemos transportarlo al hombre si queremos): la suerte de la fea la linda la desea.- Gracias, Porthos, por guiarnos fuera de la caverna una vez más. Me voy pensando en Marcelo Ugly.
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