Crazy little thing called love

Francesca vive de los detalles. Cada día construye un mundo seguro para sus hijos adolescentes y su marido, Richard. La granja de Iowa estuvo en manos de los Johnson por más de cien años. Pero esos cuatro días en que ella se queda sola en casa siente esa certeza que sólo una vez puede sentirse y sólo una vez puede nombrarse.
Robert es un fotógrafo profesional que trabaja para National Geographic. Había ido al condado de Madison para fotografiar los puentes cubiertos del lugar. Los caminos mal señalizados lograron perderlo y debió detenerse en una granja, una tarde soleada y de mucho calor, a preguntar la ubicación del Puente Roseman. Sus cenizas junto con las de Francesca serían arrojadas allí más de veinte años después.

Los Puentes de Madison es una película de Clint Eastwood harto conocida. Recién hoy pude verla, luego de varios intentos poco exitosos. Sola en casa, con un mate y un pan dulce marca Día, me senté frente a la pantalla del televisor y dejé que Clint y Meryl me guiaran por su amor prohibido mas no frustrado como muchos podrán creer. Francesca es una mujer casada, un ama de casa que en su juventud había sabido ser maestra de escuela y que ahora dedicaba su vida a la familia que había conformado, una mujer cuyos sueños de primera juventud se habían ido desvaneciendo en ese condado de Iowa, tranquilo y distante. Robert es un ciudadano del mundo, viajero indiscutible del África, de Europa, de Asia. Adora a la gente pero a nadie en particular. Nunca imaginó que una noche se compenetraría tanto en aquella solitaria y enorme casa de Madison con esa mujer que oía blues y se había ido de Bari, Italia, para vivir el sueño americano de los EEUU. “Ya no somos dos personas”, diría el melancólico fotógrafo al enterarse que, pese al amor maravilloso e inigualable que en esos cuatro días había nacido en Francesca, ella no se iría con él porque no podía dejar atrás toda una vida. Incluso cuando esta vida no hubiese sido la soñada.

Hay una escena del film, unos escasos y grises minutos, que vale la pena ser relatada. Richard está de vuelta de la feria a la que había llevado a sus hijos. Todo era normal una vez más, seguro. Francesca lo acompaña al centro de la ciudad para comprar los ingredientes para la cena y algunos elementos necesarios para el cuidado de la granja. Llueve torrencialmente. Richard se demora en la tienda mientras ella lo espera en la camioneta roja. Por la ventanilla logra divisar, empapado bajo el agua, a Robert. Él la mira y sonríe. Se sube a su camioneta azul de Washington. Francesca llora suavemente. Richard vuelve y se sienta al volante sin percatarse de las lágrimas de su esposa. El hombre arranca el coche y se coloca justo detrás del fotógrafo. El semáforo ya está en verde y la camioneta extraña, de la lejana ciudad capital, no arranca. Richard toca la bocina y no ve lo que sucede a su alrededor. Francesca le había regalado a Robert una medalla muy especial que había traído desde Asís. Él, que sabía que ella lo observaba desde el automóvil de atrás, la cuelga en el espejo retrovisor como diciéndole que no le sería fácil olvidarla.

Lejanas y obsoletas resultan las palabras de este trotamundos en esa cocina de 1965: “No quiero tener que necesitarte”. “¿Por qué?”, pregunta ella. “Porque no puedo tenerte”. Richard sigue tocando la bocina. Francesca toma el picaporte imperceptiblemente. Robert está esperando la respuesta a su sutil pregunta. Francesca comienza a girar el picaporte y nota que Robert enciende la luz de guiño, ofreciéndole la fuga hacia lo nuevo, lo salvaje, lo erótico, el amor profundo de esos cuatro días eternizado en esa huída. Ella sostiene el picaporte firmemente. Pero Robert arranca el coche, gira a la izquierda y desaparece en la ruta inundada. Francesca llora desconsoladamente, soltando la aldaba. Richard le pregunta qué le pasa y ella responde que se le pasaría enseguida.


Esa escena de Robert preguntándole con la luz de guiño qué decisión había tomado y ella, a punto de largarse con él pero deteniendo su impulso en el último instante, es desgarradora, romántica y hermosa, cruel y tristemente hermosa. En esta noche de lunes relato esta película que me encantó, me emocionó y que creí justo mencionar en HND. Y aunque el nunca bien ponderado Lupine de LIA haga una pregunta inteligente como la de qué me van a hablar de amor explicando que conseguir pareja es una paja; y aunque una propaganda de desodorante nos diga que son tiempos difíciles para el romanticismo; y aunque esto es tan sólo una película, yo quiero darle por lo menos 4 ‘Sócrates es un gato’ a Los Puentes de Madison porque logró su objetivo, me vendió la historia, me entretuvo y me hizo hablarle a Clint Eastwood y decirle ‘Pa, sacála a bailar’ cuando ella estrena su vestido nuevo sólo para estar con él en la cocina de su granja. Y eso me gustó. Después de todo, como reza el programa de Gasti Pauls, mejor hablar de ciertas cosas.

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