If you never know truth, then you’ll never know love

Hace tanto que no lloraba en el cine que ya ni sé cuándo fue esa última vez. Hay llantos que se recuerdan. Por ejemplo, el del primer libro que me hizo llorar cuando tenía once años, una noche, antes de dormirme. Mi planta de naranja lima. Unas lagrimitas y rápidamente me lavé la cara y le dije a mi mamá que era una historia muy triste. De cualquier manera, sólo lloré con dos libros: ése y Paula, de Isabel Allende, cuando estaba en quinto año del secundario, si mal no recuerdo. Pero esa vez lloré mucho, tanto, que los ojos se me pusieron rojos, rojos, y tuve que mandarle un mail de urgencia a Porthos, uno más, pero distinto, de nuestra hermosa correspondencia (que ahora me presenta como deudora de un último mensaje, menos desesperado, o quizá no, que el mío nublado por el llanto, ahogado). Con Paula lloré porque era una historia muy triste también, lógico, pero porque no hay nada que me acongoje más que hablarle a alguien que no puede oírnos. Nada que me entristezca más que el no-saber del silencio, tan parecido a la muerte, aunque permita albergar algo de esperanza. Pero poca. Y esta vez lloré con una hermosa película, una ficción de lo real, como diría Diego Brodersen, la vida de Estela. Fui al cine a ver Verdades Verdaderas, de Nicolás Gil Lavedra.
A Susú Pecoraro la conocí hace relativamente poco. Siempre estuvo en el mundo de la actuación (aún tengo pendiente Camila) pero para mí, hija de la TV y aún muy chica, no lo estaba tanto. Hasta que las tardes de novelas llegaron a Canal 13 con Mujeres de Nadie y ella, la enfermera principal, esposa (¡por primera pero no última vez!) de Alejandro Awada, un marido golpeador, violento, iracundo. Por suerte aparecía un héroe anti-héroe salvador: Luis Luque, y completaba el cuarteto la malvada anche loca María Leal y ese gato horrendo que vivía con ella en su aun más horrendo departamento. Susú volvió en Roma y ahí me terminé de enamorar. Parece tan dulce. Y antes de ser Estela, la vi de invitada en TVR y en 6,7,8 y me pareció dulce, una vez más. Dulce ella, dulces sus personajes. Pero por sobre todo, ella. Muy ella. Lo que se dice “auténtica” y que es difícil de entender a veces. Pues Susú Pecoraro es auténtica.

Estela es una maestra con una hermosa sonrisa y unos hermosos hijos. Una casa típica con porche y un árbol que planta Guido en el jardincito de adelante. “Lindo, pero torcido”, y escapa con esa sonrisa picarona hacia la casa. Una pareja de ensueño, madura, con el amor que el tiempo no devora pero que sí curte, lo refuerza. Cuatro hijos. Claudia parece ser muy combativa. Remo y Guido no tanto, hasta que Guido se va y nos queda ese flacucho Remo. Y Laura, que hace que todo gire a su alrededor, hasta la fuerza del renacer de su propia madre y la fuerza agonizante de su padre al volver del sitio donde lo tuvieron los militares durante tres semanas. Laura es Inés Efrón, que en esta película parece relucir, no sólo por esos ojos, delineados espesamente, sino por esa piel que contrasta con el pelo oscuro. Laura es muy flaca, me impresionaron sus piernitas, y parece muy niña, eternamente niña. Pero es una mujer decidida, como lo será su madre, incluso sin saberlo. Parece tan hermosa. Hasta que Laura no llama, nadie sabe nada, los militares no responden y Estela tiene esa incertidumbre del silencio, que la enloquece pero aún le da esperanza. Sin embargo, Laura aparece muerta, asesinada vilmente, poco tiempo después de que una ex detenida que la había conocido les dijera a esos padres padrazos que Laura estaba embarazada. Y nació otro Guido.

¿Cómo se puede querer a alguien que no se conoce? Serrat nos lo cantó hace mucho tiempo: lo más bello es lo que no se conoce. Lo más amado, lo que hemos perdido. Estela es una abuela, pero le falta algo, o, para citar otra canción española, le está faltando un pedazo, una pieza de ese rompecabezas familiar que fue fruto del amor, que intentó ser destruido por el odio de la última y más cruenta dictadura argentina y que hoy, desde hace más de treinta años, revive y vive más que nunca por el amor, siempre el amor. En este caso, no sólo ha sido la vida de Estela en la siempre dulce y ahora perfecta Susú Pecoraro; no, fue más bien el amor de Estela, la que aún aguarda, la paciente. Y otra vez, como le sucedió con Laura, el silencio que esperanza y desespera. Los que la vemos muy coqueta en las marchas y en la lucha de las Abuelas esperamos también que Guido aparezca, que la historia no ocurra dos veces, como dijo Marx que decía Hegel. “Te espero. Tu abuela Estela”.

En el cine lloramos todos. Lloras tú, lloro yo, querido Sting, pero aquí no hubo fragilidad. Y cuando llegaba el final –que apareció simplemente, porque la película no atosiga ni asfixia-, yo pensaba “ya está, no lloro más, se me deshinchan los ojos”, mientras oía los pañuelos de mi madre y de todos los espectadores secando las lágrimas. Cuando llegaba el final, mientras escuchaba a Estela, esa Estela que fue durante más de una hora Susú, leer la carta a Guido, que hoy tendría la edad de Cristo, como dicen las viejas, apareció el árbol torcido del porche, pero ya grande. Seguía siendo lindo, seguía torcido. Era la Torre de Pisa de La Plata. Una marquesina, entendible para los lectores de esta reseña aún emocionada cuando vean la película. Una marquesina que decía “El 9 de julio de 2007 nevó en La Plata”, o algo así. Y detrás de la ventana a la que ya nos habíamos acostumbrado, aparece Estela, nuestra Estela de todos los días, la que ya conocimos y la que tiene esa mirada, también, dulce. Apareció unos segundos, sin decir nada, mirando el árbol que Guido había plantado hace más de treinta años. Y no podría explicarlo, pero un aluvión de lágrimas brotó de nuevo, incontenible. Y lloré, una vez más, mientras el cine entero ovacionaba a esa Estela, una mujer común, que ha llorado sin ser frágil, que ha tenido el corazón de madre que la embellecía aún más –como dijera el gaucho más gaucho de estos pagos. Qué linda que es Estela, piensa uno, medio distraído y aún atrapado por el film. Pero en esa imagen entendí por qué Susú se emocionó en los programas de tele con tan sólo verla, lo que también le ocurrió a Awada, que ni siquiera la conoció personalmente. En la imagen de las manos de Susú escribiendo la carta a su nieto sin rostro, entendí el dolor de la búsqueda y esa maldita incertidumbre del silencio. Una hermosa película, con excelentes actores –también estaban Laura Novoa, Fernán Mirás, Carlos Portaluppi y Rita Cortese. Al que no le guste irritarse los ojos, le recomiendo que no vaya. Pero sepan que la Historia es también las historias. Y debemos tratar de ser ambiciosos y conocerlas todas, en la pantalla, en la calle, en la escuela. Esa es la manera en la que despertaremos un día y seremos, al fin, queridas Estelas, verdaderos hombres libres.


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