¿Qué ves cuando me ves?
Una mujer poderosa y rica se enamora de un mecánico bonachón que no tiene dónde caerse muerto; un cuarentón que sigue pensando que es un adolescente y que de esa manera está logrando escapar del sistema opresivo en que vivimos; un conductor carismático que te hace preguntas por plata y al mismo tiempo te cumple un sueño casi eternamente postergado; otro conductor que se hace el logi –aunque algunos desconfiamos- y te propone que lo que te separa de ‘la felicidad’ es tan sólo un minuto; una mujer de sesenta largos nos pasa películas que interpelen directamente a nuestro corazón mientras tomamos el té; un hombre que es muchos hombres trabaja con su prima en una casa de citas que tiene un solo empleado y es amigo de un cura que se hace preguntas existenciales en base a algo que no se sabe muy bien si existe (¿y acaso importa?); un hombre que dona esperma y no puede dejar de pensar que cualquier mujer con la que se cruce podría ser su hija; un conductor de noticiero de medianoche que hace chistes, se muestra algo ególatra aunque en broma y canta las noticias junto con Tan Biónica que últimamente está de moda –amén de aparecer en una telenovela como recurso original; una empresaria octogenaria y poderosísima que oculta un secreto secretísimo y que se cree dueña del mundo mientras vende perfumes; familias argentinas que se van a vivir una experiencia intercultural en tribus ‘salvajes’ de otros terceros mundos; y la lista sigue. Esto es un canal de televisión. UN CANAL, tan sólo. ¿Es todo un cambalache en el que todos somos igualmente manoseados? ¿No hay un hilo conductor? ¿Pasamos de algo serio a algo menos serio en un segundo just because? ¿Es todo el canal como un noticiero que de pronto te informa sobre un terremoto del demonio en Italia y al ratito nomás te muestra alguna curiosidad que hizo un chino en Estados Unidos con unas extrañas sales de baño? Pasamos de algo light a algo que nos hace compadecer a miles de extraños que la pasan mal en algún lado del mundo –más o menos cerca- y que nos hace sentir identificados por el mero hecho –nada menos- de ser hombres todos nosotros. Y entre lo más y lo menos, nos vamos acostumbrando a la vertiginosidad de la pantalla. Vemos Los Simpsons con la misma naturalidad con la que vemos un unitario de Campanella o los programas de homenaje con un periodista-entrevistador acompañado por una modelo medio tonta cuyo zócalo la define como ‘conductora’. Estamos en México o en Argentina o en Filipinas o en Gran Bretaña. Después, nos hablan con voz de locutor del dólar, de la violencia, de las protestas sociales, de gente que muere o que se convierte en héroe por devolver plata olvidada en un taxi. Somos vértigo en estado creciente y casi puro. Imágenes que se suceden y que creemos digerir, queremos abarcarlo todo. En la era de la información constante, seguimos estando, no obstante, lejos de estar informados. A veces hasta se nos dificulta la mismísima comunicación. ¿Podemos concentrarnos en algo tan complejo como es esta realidad en tan sólo tres minutos de pantalla? ¿Minutos que además valen tanto que ya ni siquiera entendemos muy bien a ese fetiche llamado rating? ¿Qué tenemos que hacer cuando todo se resuelve en una suerte de entropía? ¿Qué distancia hay entre la televisión, el mundo y el living de una casa?
En realidad, no sé si todo es tan caótico. Eso no quiere decir que un programa tenga que ver exactamente con el otro. Me imagino a un gerente de programación como a un músico con sus productores, tratando de ver qué tema sigue a tal otro en un CD, generando un ritmo perfecto, que se pueda apreciar en la totalidad, cuando nos sentamos a escuchar los cuarenta minutos seguidos. Un tema y el otro no tienen que ser iguales ni seguirse de manera lineal pero hay algo que hace que esos temas estén en un mismo CD, que esos programas estén en un mismo canal. No es un desorden total ni irremediable. Pero es difícil tener el tiempo para entender cómo funciona la televisión porque antes que nada hay que ver tele para empezar a pensarla. En particular, a mí la televisión me parece doblemente fascinante: tanto para reflexionar sobre ella como cuando soy televidente que disfruta lo que ve. Hay cosas que me gustan mucho, otras que miro por inercia o por ser cómodas de ver, otras que me disgustan o que no me satisfacen del todo, y otras que odio, lisa y llanamente. Ahí soy televidente. Pero después pienso qué es esto que veo, por qué lo miro, qué me gusta de ese mundo en apariencia inabordable, tan ajeno pero al que accedo en el televisor de mi cuarto. Pienso que cada escena tiene el esfuerzo de hacerse en medio de tanta gente, de manera entrecortada, con cameramen, fotógrafos, gente que va y viene, que ilumina, que retoca el maquillaje. Algo tan íntimo como una escena romántica, como una sesión de terapia, como una mujer que llora sola en un departamento nunca es solitario: la ficción está en no querer saber que hay tanta gente alrededor. La cámara como testigo mudo que no interfiere, tan abandonado topos en el mundo de las ciencias sociales, es el elemento máximo que la novela tiene que lograr. E poi, lasciamo fuori il mondo. La televisión y su imagen nos ocultan gran parte del proceso. A veces, nos compenetramos tanto con aquello que miramos que dejamos de pensar ‘esto es ficción’ y entonces el personaje de repente es de carne y hueso. Los actores hablan de ellos como si fuesen reales, como si uno tuviese que cambiar de gestos, de tonos, de costumbres e internalizar hasta el cambio de vestuario. La televisión en todos sus aspectos es metamórfica. Y es en ese punto en que se parece un poco, quizá más de lo que creemos, a la vida real. Nos identificamos, reímos, lloramos, comentamos lo que vemos con otra gente o lo escribimos en un blog porque llega a ser importante. Pero hay algo en la tele que poco tiene que ver con la vida de fuera; en la tele, para bien o para mal, siempre hay una (re)solución. Las novelas tienen final feliz, la noticia siempre tiene un fin, el unitario acaba doblemente (en cada capítulo y a fin de temporada), los realities tienen ganadores y perdedores, los conductores entregan un maletín con 25.000 al final de esos 60 minutos, la película nos muestra un happy ending o la tristeza más cruda. Y así como todo acaba, vuelve a empezar luego pero con otros jugadores, con otros desafíos, con nuevas tramas. Cada una es un mundo dentro de otro mundo (o de otra galaxia). Tenemos hasta programas de archivos que no sólo recorren ese universo gigante sino que avanzan y retroceden en el tiempo. Se cuentan historias que son comunes o son prototípicas o son fantásticas o son tristes; cosas que podemos ver en la vida misma o cosas que jamás podremos ver y por eso anhelamos tenerlas en algún lado, por algún tiempo. Con la televisión aprendemos a mirar: la vida pasa rápidamente, es compleja, hay mucha gente con sus miserias y alegrías, y saltamos de un rainy day a un arco iris precioso. Nada nos muestra mejor lo efímero que lo humano puede ser como la televisión; pero a su vez es ella misma la que nos muestra lo que persiste, lo que tenemos de eterno, los grandes tópicos inmemoriales que nos inquietan. Es todo lo grave y todo lo naif; todo lo que duele y lo que hace reír; todo lo que nos relaja o nos atrapa en un profundo pensamiento. La tele tiene mucho del afuera también incluso su intento cada vez más democrático: la tele llega a todos lados, pero ¿qué es lo que llega? ¿Qué contenido y quién lo produce? ¿Cómo se crea la audiencia? ¿El televidente puede generar el cambio o nos movemos en marcos que otros productores generan como límite? La tele es como una gran sociedad, con estructuras e individualidades. Uno elige, se siente libre, cambia de canal y tiene el control (¡control remoto!); pero la elección no es tan amplia –de ahí la necesidad de la Ley de Medios en su cabal aplicación- ni es tan fácil saber elegir. Uno aprende a elegir pero sólo si tiene los recursos, las opciones, la variedad para generar su gusto –sin que nos mastiquen lo que vemos-. La tele es un todo social, que nos conecta cuando compartimos una serie y comentamos con amigos lo que creemos que va a pasar, para sentirnos un poco autores y un poco entendidos. Si las telenovelas son una cuestión de fe tomadas por separado, la tele toda tiene una complejidad que pasa a ser lógica y social, lo cual no redime el sentimiento. El desorden aparente es el desorden que vivimos siempre en múltiples dimensiones y que sin embargo se nos presenta cotidianamente como más o menos ordenable. Nuevas lógicas se introducen todo el tiempo en nuestra manera de vivir socialmente, pero también en la manera en que hacemos televisión los que la vemos como aquellos que realmente la producen. Somos todos juntos (¿quién dice que la televisión sólo aísla?) porque los tiempos cambian en todos lados, en todos los sitios, en todos los aspectos y la tele mucho tiene que ver con nuevas miradas, o viejas miradas, con nuevos discursos, con difusión o desinformación, con manipular o permitir pensar y ser pensado. Hay nuevos entes e instituciones que intentan que la tele se mezcle con otros relatos: el del cine, el del teatro, el de la terapia, el del libro, el de la historieta, el del deporte. Una de mis series favoritas tiene como centro no sólo la lógica teatral sino el discurso mismo de intimidad entre actores que brillan en sus interpretaciones pero que además se juegan el todo de la serie en el discurso, en la palabra, en la austeridad del mundo dramático y su guión. Hay un director de cine que dirige un unitario con esa completitud que tiene toda película. Hay series que se basan en libros y gente que tiene un timing propio de toda trama narrativa. Un canal puede intentar combinarlo todo, pareciendo ser extremadamente vertiginoso (siéndolo, de hecho). Y nosotros estamos abrumados, abombados, embebidos. Pero seguimos allí, como Ricardo Arjona que ve publicidades, noticieros, programas de compras, telenovelas. Quizá sólo queremos salir un poco de casa, a veces, del mundo que también nos agobia. Y vemos la tele, que es agobiante pero que no juega con el agobio real de cada día. Salimos de un mundo complejo para ver otros más complejos. Y sufrimos lo mismo, nos reímos de igual modo. Somos otros, al mismo tiempo. La tele es cultura, no porque sea culta. La tele es símbolo, es conexión y es individualidad. Una mezcla extraña de liberalismo y colectivismo: es ficción que a veces parece verdad. Es verdad ficcionalizada y es una confusión de todos los géneros que arduamente intentamos diferenciar -¿para generar estabilidad y orden?-. La tele es y no es como el afuera; es y no es extraña o ajena; es o no es ficción. Tan problemática y relajante, tan tira y afloja como la vida misma. Una cortina musical decía que el afuera ya no existe. ¿Cuál es le límite? ¿Qué define a un programa exitoso o fracasado? ¿Por qué cambia la audiencia? ¿Hasta qué punto ingresa lo social en la tele? Planos solitarios y mucho más abarcativos hacen que hoy, mirando la tele, de repente me ponga a pensar todo esto. ¿Por qué miro lo que miro? ¿Son otros aquellos a quienes estoy mirando? ¿O nos buscamos adentro de la pantalla? En este caso yo no voy a ser como los programas televisivos sino como la vida misma: en esto que escribo no creo poder hallar una (re)solución.
Más tarde o más temprano, tu homenaje a la mal llamada caja boba iba a llegar.
ResponderEliminarSumando porotos al mundo del reduccionismo (acá somos militantes de la diversidad, no todo puede ser reflexión e intelecto) dejo un slogan: tele sí, putos que la critican sin mirarla no.