Los dueños del pabellón

Más vale tarde que nunca, dice la sabiduría popular. Y así fue que llegó a mis manos la serie Tumberos, dirigida hace aproximadamente diez años por Israel Caetano, bajo la producción de Sebastián Ortega y ¡Marcelo Tinelli! (quién te ha visto y quién te ve). Una serie de once capítulos, protagonizada por Germán Palacios (de preso a policía, quién diría) y con grandes actuaciones del genial Carlos Belloso y Roly Serrano, entre otros (qué capo Diego Alonso). Hasta actuó en un par de capítulos Gastón Pauls, como por obra del destino. Veamos qué podemos sacar, luego de una desenfranada maratón en compañía de mi hermano y pese a que me tenía que levantar temprano para rendir un examen. 

Ulises Parodi (Palacios) era un abogado con plata, que movía causas de mucho dinero y cuyo tío era un senador a lo Duhalde, bien corrupto y con bastón de mafioso para completar la imagen estereotipada. Pero un día las cosas no andan bien y le tienden una cama, en la cual él aparece como homicida de una chica que trabajaba en un club nocturno. Él piensa a quién había jodido como para que le pasara algo así y acabase en la cárcel. Las cosas estaban complicadas pero lo iban a estar más aun cuando del sector VIP (vaya eufemismo) lo pasaran a un pabellón común y lo deshonrara un tipo cualquiera que afuera no era más que un perejil que el mismo Ulises había mandado a guardar hace unos años (Guillermo ‘Willy’ Marmota, que no es otro que Belloso). Todo se va poniendo más y más turbio en el pabellón pero también afuera: su socio lo abandona, su ex mujer se va a Miami con su nena chiquita (a quien estigmatizan en un horroroso y hasta poco creíble colegio primario) y la única que aún responde es una abogada joven (Belén Blanco) que es medio rara y parece que se está enamorando o enganchando con el nuevo preso aunque si el dinero no es todo, sin duda ayuda. El entorno se vuelve poco fiable y adentro de la cárcel se necesitan muchas cosas porque la competencia es feroz y los reclusos a veces parecen tener poco o nada que perder. Nada funciona bien, los guardias son más corruptos que los presos, el director de la cárcel es un pelotudo (qué bien putea Astrada) que tiene una fijación por las galletitas rellenas de chocolate y los dólares amontonados. Se genera un mercado interno de fierros, facas, drogas y todo lo que pueda negociarse. Y de a poco las cosas van tomando otros cursos: Willy cae, y sube El Seco (Alejandro Urdapilleta) que la mueve mucho más, pero mucho más que el Marmota. En el nuevo pabellón, las cosas se ordenan, se limpian: todos cocinan, nadie es mulo, ni se golpean ni hay renta. Hay otras cosas: encargos poco inocentes, pastillas, macumba. Y ahí está la cosa. Cuando uno piensa que la cárcel es una mina y un negociado para muchos tipos trajeados de afuera, esta serie ubica nuevos intereses que se suman a los que ya conocemos. El diputado corrupto, la madre de la chica asesinada (Mirta Busnelli), posteriormente la joven Lorena Rodríguez, y otros de la ‘familia’ son todos macumberos que sacrifican a quienes más quieren y violan y asesinan y golpean y hacen daño, amén de que todo parece estar encerrado en un aura de locura que va más allá de cualquier religión. Parodi deja de ser Parodi, tal vez porque la cárcel, esos meses a la sombra, lo van volviendo alguien nuevo, mejor o peor, ya no sé, pero sin duda otro; su hija, Lucía, un nombre que tiene mucho que ver y que aparece como estímulo para un padre solo, le regala sus juguetes, que sí están limpios, como dice El místico Perro (Alejandro Fiore) y él los cuida mucho, más que todo lo que pudiese alguna vez haber atesorado. Pasa tanto tiempo, pasan muchas cosas, gente que se va, los que suben y los que bajan, el Negro Rada tiene un pibe, se pelea con su mina, matan a Mariana, la esposa de Willy, y se va gestando el motín que terminaría en tragedia y masacre. La cárcel se tiñe de sangre, mueren los presos asesinados brutalmente por una brutal policía y las Fuerzas Armadas: se revitalizan fantasmas de ‘guerra sucia’ y grupos guerrilleros, en medio de mucha destrucción y muerte. Y Parodi, que no es Parodi porque ahora le dicen Belgrano, dirige esta revolución con sus leales compañeros (Chocolatín, Leiva, el Negro Rada y Walter) y con los que leen en la biblioteca y hablan idiomas ajenos como El Seco y su pareja, que ansiaban la revolución desde una agrupación llamada Agustín Tosco Propaganda. Pocos sobreviven a la represión sangrienta y feroz (coronada por ese presidente lumpen que representa el gran Machín que es un Napoleón III a lo Marx), pero el que escapa pude respirar el aire: Belgrano en un bondi, con los juguetes de la hija, llora de felicidad mientras mira por primera vez en mucho tiempo las calles, los árboles en las veredas, el nene sentado al otro lado del colectivo, la luz: los juguetes de Lucía. 


Una serie muy bien hecha, con bizarras presentaciones, muy bien musicalizada y con impecables actuaciones. Cada uno era quien era pero también era muchas personas, con muchos problemas, con ganas de salir, con miedo de quedarse, con miedo de vivir y de morir, con visitas o sin plata, como mulo o como cabeza, afilando una faca o penando porque la empleada del buffet se fue. Todos sufren y a veces sonríen, todos están marcados por esos cinco puntos, todos intentan limpiarse o creer o tener algo de que aferrarse. Todos tienen algo que perder fuera de los muros, nunca adentro. Porque adentro sólo hay miseria, aunque pueden forjarse otros lazos: ellos viven ahí tratando de que las pastillas calmen los dolores, de que la tarjeta del teléfono dure unos minutos más, de que la vieja se recupere de sus achaques, de que le den un poco más de comida, de que le pinten un cuadro o de que les llegue la parte que le falta al revólver. Todos están ahí pero intentan estar en otro lado. En la cárcel están el lado oscuro del corazón, la deshonra, las sombras, los caballos salvajes. Cada capítulo era una angustia, una esperanza, todo junto. Duele el cuerpo de esos presos que después son noticia por un rato y se pierden en la vorágine televisiva. El último capítulo nos ha dejado impactados, dormí pésimamente, soñando cosas raras, feas, y mi hermano me dijo que le había pasado lo mismo. Porque es como Okupas, que te envuelve, se adueña de lo que te va pasando, y sufrís con esos tipos y pensás ‘que salgan ya, por dios’ pero no salen y vas pensando lo mierda que pueden ser los policías y como tratan a esos tipos en esas cárceles que jamás podrán cumplir con los objetivos que se establecen por ley, nunca podrán ser nada de lo que alguna vez se pensó que serían. Y pensás que esas cosas pasan, les pasan a otros Walter, Willy y Rada, les pasan a otras Mariana Aria y a otro Galtieri y a otra Marta. Pensás que la pasan mal pero que se la rebuscan, que siguen actuando, pensando, moviéndose sigilosamente, pensando en el momento en que van a salir y ver a sus hijos o tíos o hermanos o a los viejos y a los amores que quedaron del otro lado de esa reja irreal. Y es un poco raro, porque algunos mataron o robaron o vendieron droga a pibes; pero sabés que hay algo más grande que ellos que está actuando y que no es la macumba. Y pensás que si hubiesen podido, habrían elegido otra tarde para los domingos. Pero para cuando querés reaccionar, ellos ya te tomaron, te envolvieron, te convencieron de que aún pueden ser buenos, de que nadie se salva de ser a veces un poco rebuscado. Te convencieron de que son los dueños del pabellón. Y sonreís cuando Ulises Parodi que es Belgrano se sube al colectivo disfrazado de policía y nadie lo reconoce. En ese momento pensás en el personaje que Alonso hacía en Okupas, el Pollo; pensás cuando el negro se subía la taxi, un taxi y el chofer le preguntaba a dónde iban. Y el Pollo, ni lento ni perezoso respondía ‘lleváme a la felicidad’. Y te quedás viendo a Belgrano, pelado, llorando, riendo con esa risa medio trastocada de los que vienen del infierno, abrazando los juguetes que pudo rescatar del motín. Y sí, definitivamente, ellos son los dueños del pabellón. Y querés que también sean dueños de sus vidas, pero afuera, para que no se vuelva cierto eso de que sólo nos queda el adentro. Porque lo único irreal, en realidad, es la reja. 


Crítica: 4 ‘Sócrates es un gato’.

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