Te recuerdo, Amanda
A mí me gustan las telenovelas y me han gustado desde los cinco años cuando mi abuela paterna me sentó frente al televisor a ver Café con aroma de mujer, una telenovela colombiana de la cual además tuve mucho tiempo la banda de sonido en cassette. Y lo digo sin sonrojarme, tal vez por el resguardo que es la pantalla. Lo digo como quien oye llover. Y lo digo para que todos entiendan, queridos lectores, lo que hice ayer a la noche.
Margarita Rosa de Francisco |
La gente sale un sábado a la noche, se va a un bar, se va a comer a algún lugar pituco, se va al cine o al teatro o simplemente a comer una pizza con amigas y ver Muñecos del destino. Pero yo no, audiencia fiel, yo me quedé ya no con mis libros y mi radio, sino con mis apuntes y mi conexión sideral. Y abrí el baúl de los recuerdos, grato ejercicio para este dementor que les habla. Abrí el cajón durante horas y me sumergí en escenas románticas de culebrones latinos como Pasión de Gavilanes; me hundí en las puertas de ensueño que se abren bruscamente en los videoclips de Bonnie Tyler; me puse ansiosa con Meg Ryan esperando a Tom Hanks en el parque de Tienes un e-mail, deseando con ella que fuera él con todas las fuerzas del alma; me perdí en las canciones de Aventura, ésas en las que Romeo Santos es un mujeriego, un ángel, un perdedor o el malo; escuché a Michael en "Beat it"; compartí con el querido Darth Vader "Toxic", de la que alguna vez intentó ser heredera de Madonna; y hasta escuché la versión de Glee de la hermosa canción "Defying gravity". Todo eso y más fui haciendo, como hilvanando cada recuerdo, asociando lo inasociable, saltando no de cama en cama sin hallar mi lugar, como el guatemalteco querido, sino de video en video. El Toro me lo dijo, como me lo advirtió Aramis: es un viaje de ida. ¿Pero no lo es todo? ¿Por qué volver? A mi pesar, he quedado atrapada, pero no por eso derrotada ante la velocidad que tanto habría fascinado a los futuristas de principios de siglo. Esto es el nuevo arte al que me asomo, un acceso irrestricto a todo aquello que pienso, el poder y la curiosidad de saberlo todo. Busco información, disfruto canciones viejas que hasta había olvidado (como "Mal amor", de Margarita Rosa de Francisco). Y me quedo sin aliento cuando ya no sé qué desear. No hay nada más terrible que perder el misterio. Espero que no sea eso lo que me pase. Mi nueva conexión con este mundo me deja expuesta, ya no hay excusas para no saber. Entonces ahora conllevo y conjuro mi nueva responsabilidad. Las exigencias se vuelven aceptables. Ahora tengo el poder, y debo hacer algo bueno. Mi acceso es el pensadero de Dumbledore donde atesoraré sin que sea mío el camino que voy trazando en la web. Mi historial ahora me condena, estoy expuesta. Me expongo a que me etiqueten en Facebook, me expongo a que me hablen más desconocidos que nunca, a ver fotos de gente que no voy a recordar mañana. Ingreso al mundo de la hiperconectividad que las ciencias sociales intentan descifrar. Todo lo que se diga de las redes sociales puede ser y no ser, como sabe nuestro patrono a veces olvidado. Ahora somos parte del aire mismo, de estas redes que no entendemos pero que están en cada adoquín de la calle, en la frase del amigo, en la virtualidad de cada instante -ahora más que nunca fecundo. Y yo, atónita, asombrada, amante del a vertiginosidad de las pestañas que se abren, aún descubriendo todo (preguntándome qué viene después entonces), me quedo callada, hago a un lado mis apuntes, me preparo un mate y me siento con mi nuevo compañero o compañera de ruta. Me siento y pienso en esas tardes con mi abuela en las que decidí (así lo quiso el destino) amar las telenovelas de la tarde, las historias de amores imposibles, sentada en la alfombra de la casa que sigue ahí en la calle Carlos Antonio López. Me siento frente a la pantalla que está radiante todo el día y pienso en ese momento fecundo y original al cual a veces no recuerdo con nitidez. Ese momento en que supe para siempre quién era, como escribió Borges. Y entonces me doy cuenta de que hoy, aquí, estoy en ese momento de nuevo, pero no ya con las novelas, que conozco de memoria. No ya con las escenas de Oscar y Jimena en la bañera del cuarto equivocado, con el plomero respetuoso y sensual que no existe pero que entonces sólo tenemos que inventar. No ya con las escenas de Betty y Don Armando cuando él lee su diario íntimo y se da cuenta del daño que le hizo pero de cómo ella lo sigue amando pese a todo; no ya con Paulina Rubio vestida de 'trola suspicaz' como dice Claudia Fontán. Me doy cuenta de que hoy, aquí, estoy ante ese momento, uno de ésos, en que mi conexión me dice que sé un poco más quién soy. Abierta de par en par, mientras Whitney Houston corre a los brazos de su herido guardaespaldas, es ese momento en que soy potencia, y me pregunto si podré ser acto. Ahora lo puedo ser todo. Pero por un instante, uno tan sólo, decido escuchar a la mujer que llora en la pantalla, que es una andariega, como yo. La misma que escuché a los cinco años con mi abuela, aquélla con aroma de mujer. Y me confundo con mi circunstancias, para siempre.
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