You'd better think
Una vez, todavía en el colegio secundario, teníamos una profesora de inglés que había dicho que ella no fumaba porque sabía que podía volverse una adicta: todo le resultaba adictivo. Quizás, salvando los vicios, a mí me pase algo así. O quizás no, y todo se deba a la calidad de ese potencial vicio. Es así que les voy a contar de uno nuevo que tengo, bah, tenía, porque además fue de breve duración (aunque, como el amor, puede ser eterno mientras dure). Les voy a hablar de una serie. Hoy, damas y caballeros, desde la lejana isla imperialista, Sherlock.
Sherlock Holmes es quien es, y siempre hay algo que se repite, no importa de dónde sea la versión o cuándo haya sido hecha. Siempre es el más inteligente, el más observador, el más brillante. Sherlock parece que adivina todo, pero en realidad él se entrega al poder de la ciencia de la deducción, como gusta hacer notar. Un ser solitario, puesto que nadie puede estar a su altura; un ser ermitaño y prácticamente sin amigos. Un cold fish, como quien dice. O al menos así se presenta. Pero incluso para estas almas que sobresalen tanto de la masa que sólo pueden ser individuos aparece un Watson. Que también siempre tiene algo de igual a sí mismo -menos mal, si no Sherlock y la lógica quedarían desencontrados. Un Watson que puede ser más o menos brillante, más o menos compañero, más o menos gracioso, más o menos perro faldero, o incluso ser una Watson, como en la versión reciente Elementary, de EEUU. Siempre hay un roto para un descosido. Se conocen de casualidad -que Sherlock no me oiga- y desde ese primer momento se van a vivir juntos. Una pareja que parece no desgastarse en la convivencia, lo cual no es raro dado que nada en ellos es como se suele esperar. Confundidos con una pareja (en esta versión que hoy les presento al menos juegan bastante con eso, nada más lejos de Doyle), hacen sus vidas sin poder separarse. Porque efectivamente no pueden, ni quieren. Quizás en el caso de Watson no sea tan raro: él es un ser más normal. Un médico, que cumple distintas penas y tuvo diferentes funciones en cada una de las adaptaciones; aunque siempre relate las aventuras en que se ve envuelto (y se deja envolver). Tiene novias, en algunas versiones (incluso en el escrito original de Sir Arthur) se casa, tiene amigos, y aún se sorprende de cuán lobo estepario puede ser su amigo (quizás el único para Sherlock). Holmes es una harina de otro costal. Sé poco de su infancia o adolescencia, pero en la serie tiene un hermano, Mycroft, con el que se lleva mal, aunque al menos tienen un vínculo. En la primera aparición, se presenta como "archienemigo" a lo que Watson responde "nadie en la vida real tiene archienemigos". Quizá eso le haya dicho algo de su futuro compañero, quien levantaría recelosas miradas en las sucesivas conquistas amorosas del doctor.
En esta entrega, me refiero, como debe haber adivinado la audiencia, a Sherlock, la serie con unos pocos años de vida hecha en Gran Bretaña. Creada por Steven Moffat y Mark Gatiss, la serie tiene por ahora dos temporadas de tres episodios cada una. La tercera saldrá pronto, probablemente en 2014, esperada por un público fanatizado, fenómeno ya usual en estos tiempos. Cada capítulo dura una hora y media (prácticamente una película) y hace una recuperación inteligente de los cuentos originales pero con el detalle nada menor de ocurrir en el siglo XXI. Su par americano hizo lo mismo: un Sherlock inglés en Nueva York, alcohólico en recuperación y acompañado por una Doctora Watson (devenida en acompañante terapéutica). Como dijo un amigo querido, quizás el hecho de moverlo de su lugar de origen haga que el Sherlock americano sea un poco más sentimental de lo permitido o que quede como out of his element. Esto no quiere decir que no podría ver la serie, sólo que ante la producción británica, quedé absolutamente rendida a los pies de la dupla protagónica: Benedict Cumberbatch y Martin Freeman. Lo lógico es enamorarse de un ser tan superior como es nuestro detective preferido, que odia ese ridículo gorro que tuvo que tomar por casualidad (¡una vez más!) al salir de su casa en la re archi famosa Baker Street. Pero este Watson rubio también nos gusta, porque si es difícil ser estrella, es más difícil aún ser el que está al lado. Quizá ese sea el error de todos aquellos que no sabemos apreciar a los Robins de la historia. No son un elemento de la escenografía, son compañeros, lo cual no es fácil de conseguir cuando el que está a tu lado es un genio. Romper con el ego de un Sherlock Holmes es más de lo que la gran mayoría de los mortales podríamos desear. Y así, estos dos seres, que sufren pero ríen también y acaban descubriendo que ambos tienen un poquito del otro en sí mismos, se juntan bajo un mismo techo y, más importante aún, bajo el manto de los casos que tanto ansían resolver. Mycroft (interpretado por uno de los creadores de la serie, Gatiss) le dice al conocerlo, cuando John aún tenía un problema psicosomático en su pierna como efecto post guerra de Afganistán: tu terapeuta está equivocada, esto no es producto traumático posterior a la guerra; es que la extrañás. Nunca mejor dicho. Porque ambos hermanos Holmes son muy inteligentes, salvo que el más pequeño se ha llevado todos los laureles. Y al final, este ser ermitaño que tanto nos deslumbra acaba por tener un círculo más amplio de lo que él mismo cree: Molly (Louise Brealey), la química del laboratorio, eterna enamorada de este hombre que no tiene lugar en su vida para el amor (quizá tanta importancia al cerebro genera un déficit en el corazón); Lestrade (Rupert Graves), el detective de policía que podría ser calificado como mediocre de no ser por su aceptación e incluso reverencia ante la suspicacia de Holmes, consultado como amateur por la policía local; Ms. Hudson (Una Stubbs) que aunque repita que es sólo landlady acaba siendo housekeeper del piso donde viven los detectives (porque son dos, mal que mal) y por supuesto John y Mycroft, de quienes ya hablé. No es poco para alguien que se define como sociópata. Por supuesto que hay una mujer, Irene Adler (Lara Pulver) que quizá sea la única en la vida de Holmes (the woman). Inteligente y hermosa, al principio misteriosa, incluso para nuestro héroe. Una de sus mejores observaciones (que la equiparan con Moria Casán y su "me calienta el intelecto"): "the barainy's the new sexy" y ahí queda todo dicho, porque como toda o todo espectador, acaba cayendo en su propio juego de seducción ("I am Sherlocked"). Y finalmente, como hay amigo y mujer, nos queda un vínculo fortísimo, del cual ningún Sherlock (ni ningún héroe) puede escapar: el enemigo. No se me ocurre algo más cercano. Y así entra en juego Jim Moriarty (interpretado maravillosamente por Andrew Scott). Jim es tan inteligente como nuestro héroe, pero tiene una ventaja además: es malo. Y como tal, la ética para él no existe. Eso deja a Sherlock un poco mal parado, pues es como Superman: su moral es una desventaja evolutiva. Sin embargo, no podemos pensar que nuestro detective es un pan de dios: estoy del lado de los ángeles, pero no me confundas con uno. Y así debe ser. Sin embargo, la serie nos enseña que quizás A77aque no haya tenido razón: no siempre los buenos mueren. Aunque pueden ser puestos en jaque, como fue el caso de Moriarty, que casi, casi atrapa a nuestro Sherlock, reduciéndolo a lo peor que podría ser: una farsa, teñida por la misma mediocridad que el resto de los humanos.
Una serie de una calidad visual increíble, con un gran guión y excelentes actuaciones, a tono con las historias que relata. Un Londres plagado de crímenes a la altura del detective con que cuenta. Al igual que le ocurre a Batman en Ciudad Gótica, los héroes generan némesis a su misma altura, después de todo, uno es tan grande como el enemigo que escoge (o que puede tener). Una serie adictiva, que ha generado una expectativa gigante respecto de su tercera entrega. Un Sherlock que juega con todas las potencialidades que nos da el siglo XXI (genial recurso el de los mensajes de texto, que aparecen como letras etéreas recortadas sobre fondos oscuros por lo general) y con todas sus miserias. Un Sherlock que sigue siendo el más inteligente, porque justamente abona la idea de leer a las personas: la gracia está en que él vuelve todo inteligible. Y así, nos reduce a construcciones lógicas (sólo aplicables en su mundo, no creo que pueda decir mucho de los latinos o incluso otras culturas) pero siempre con un gran conocimiento previo, desde historia hasta bioquímica o geografía. Saber y ver, siempre juntos: en eso reside su gran poder (en este caso, de deducción). Está un paso adelante, lo cual hace que lo que queda atrás sea un poco aburrido. Sólo los casos lo conmueven (al menos era así antes del último capítulo) y tocar el violín -sobre todo cuando está triste. Porque finalmente, Sherlock tiene sentimientos. Sólo que le resulta más fácil hacerle una llave de judo al corazón, como cantan ciertos españoles, y seguir adelante con su cold, cold heart. Lo que no puede evitar, incluso queríéndolo, es que nuestros corazones queden fríos: nos derretimos por ese Sherlock, en todos los sentidos. La audiencia lo sigue y lo admira (una especie de Watson colectivo, en la mejor de las suertes) y después intenta (al menos eso me ha pasado y no soy la única) observar como él lo hace. Obviamente, al mejor estilo capusottesco, es imposible. Pero eso justamente es lo que más llama la atención de nuestro detective para quien, como reza un grafitti cerca de mi casa, lo imposible sólo tarda un poco más.
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