Danza con lobos

Las vueltas siempre son parecidas. Uno vuelve porque es el momento de volver, aunque nadie lo haya llamado (tampoco nadie lo echó), aunque sea inesperado, aunque simplemente ocurra y uno no sepa bien por qué. Así son los regresos, las crónicas de verano que cada tanto aparecen. Escribir es un proceso que libera pero que agota y con estas temperaturas ya estamos agotados antes de empezar. Pero acá estamos. Hemos vuelto. Y como todo regreso tiene algo de cíclico, vuelvo al ataque con una película de la que quiero hablar. Pueden haber pasado tantas cosas desde la última vez que escribí y sin embargo, como dice Ismael Serrano, puede que las cosas no nos cambien tanto. 

Leonardo Di Caprio siempre fue una cara bonita. Siempre pensé por eso mismo que iba a ser muy difícil aprender a verlo como un actor de calidad. Las primeras impresiones, después de todo, son bastante fundamentales aunque no sean del todo ciertas (o sí, no lo sé). Recuerdo ese profesor de música de segundo año que se llamaba Bernardo y hacía bromas en clase. Era raro para nosotros tener un profesor así de jocoso. Y para ejemplificar lo que significa comenzar una relación con los alumnos un poco soberbios e incrédulos o escépticos incluso de su segundo año, comentó que las primeras impresiones no se iban jamás, y que la primera clase (la presentación) era clave. Por eso dijo que no habría sido lo mismo entrar y tropezarse (simuló el tropezón) dado que nunca jamás podríamos haber dejado de pensar que era un imbécil. No sé cuánto aprendí de música, pero sin duda fue un docente performático en otras cuestiones. Así pasó con Leo Di Caprio, desde esa película extraña que nunca me gustó (La Playa) hasta el clásico Titanic. Pero (siempre hay un pero) llegó el Lobo. Y llegó el viernes pasado a mi vida, después de tres horas de una sola cosa: obscenidad. La última película que hizo Martin Scorsese no se trata de otra cosa que de eso. Pero no me refiero exclusivamente a las orgías múltiples que se ven en el film. Me refiero a una totalidad: la obscenidad de tener tanto dinero, dinero que a veces me cuesta imaginar, dinero que de tan inmensa cantidad se vuelve inabarcable, inabordable, inimaginable, desmesurado. O sin medida, de hecho. Es obscena la cantidad de droga, de autos, de casas lujosas, de billetes que vuelan y se pierden, de bares, de yates, de empresarios, de lucradores, de mujeres objeto. Todo lo que hay en esa película parece ser tan falso y al mismo tiempo tan crudamente posible que Wall Street es, como arranca diciendo Jordan (el personaje -que es persona- de Leo), una verdadera jungla de obscenidades. Y lo que más escandaliza no es el sexo sin freno, no es la droga que se consume como si fuera agua, no es la mansión en la que viven los personajes o las fiestas que organizan: escandaliza y abre los ojos al mismo tiempo el hecho de que sólo subiéndose a ese tren desenfrenado se subsiste en la Bolsa. Pero lo que sabemos finalmente es que nadie subsiste en Wall Street. Es un ambiente sin aire para seres aeróbicos. La posibilidad es nula, pero la vida a Jordan le da revancha. Lo que ocurre es que el ser humano suele tropezar no dos, sino varias veces con la misma piedra. Y no porque sea idiota: es un ser apasionado. Y no todas las pasiones son buenas. O sí, pero seguirlas sin medida alguna, sin recato, parece no serlo. Pienso en ese maravilloso personaje de Francella en El Secreto de sus Ojos. "Lo que el tipo no puede cambiar, Benjamín, es de pasión". Y está en lo cierto, más aún al ilustrarlo con un hincha rabioso de Racing. El Lobo de Wall Street aúlla hasta morir y revive como la cigarra pero sabemos que es para morir una vez más y cada vez lo mismo, sin parar. El ciclo sin fin que nos mueve a todos, nos enseñó a cantar Disney con aquel Rey León. Pero ahora vuelve ya no como dibujo animado con moraleja sino en una visión "desnuda" dijo Kairuz en Radar, del hombre de la bolsa. El lobo que ya no puede ser feliz o infeliz: sólo puede ser Lobo o no ser nada. 



Leonardo Di Caprio hace lo que para mí es el papel de su vida. La escena mágica e inenarrable en la que, absolutamente drogado, tiene que colgar el teléfono, subirse a su Ferrari blanca y llegar hasta su hogar para frenar a su socio (igualmente dado vuelta) que hablaba incriminándolos por teléfonos pinchados (el FBI aquí no está en el lado oscuro de la fuerza, o sí, pero no el único detective al que no podrán coimear, el Gordon de Gotham City que no cree en cuentos hadas pero tampoco adora a los villanos de igual nivel fantástico) es simplemente impagable. La podría ver de nuevo y sentir la misma impotencia y a su vez reírme sin parar como loca, como aquello que la película muestra: una locura obscena. Tan irritante y amoral que uno pierde dimensiones, se deja caer en ese mundo y se da cuenta de que eso que existe y está allá afuera, tan cerca de la Estatua de la Libertad, nos consume. Nos puede llegar a tocar o a herir. Y nosotros en el cine, ante la pantalla gigante, riéndonos del Lobo de Wall Street, drogado o incluso comprendiendo ese momento, ese instante en el que todo se decide. Ese momento que, como ilustró Woody Allen en Match Point, hace caer la pelota de un lado de la red o del otro, siendo casi lo mismo, pero cambiándolo todo. Ese instante antes de alzar vuelo, canta Drexler, pero en el cual se decide si volamos o caemos al vacío o algo similar. Ese instante en el que toda la obscenidad nos demuestra que no hay nada gratis en la vida, ni siquiera el lucro de hombres poderosos en Wall Street. Porque nadie controla todos los detalles. Y aquí había muchos que controlar, pero la obscenidad no se lleva bien con la sutileza. Y se descuidan, como le pasó a Al Capone. Y a veces se vuelve a empezar o no se vuelve nunca. 

Gran trabajo largo, pero necesariamente largo (¿acaso esas tres horas no son una muestra de la misma obscenidad?). Grandes actuaciones y locaciones. Una película gigante, para ser vista en el cine, para que el lujo se acreciente aún más, y la droga parezca aún más pesada y destructora como irresistible, para que el sexo sea más bestial. El Lobo de Wall Street se lleva los cinco "Sócrates es un gato". Y un sentimiento ambiguo que nos achica  a los simples mortales pero nos eleva por esas tres horas, haciéndonos caer pero sólo para comprender que después de todo, de este lado de esa jungla estamos a salvo. O al menos nos enteraremos más tarde si todo está perdido. 



Comentarios

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