Sino el espanto
La violencia en/de las series estadounidenses no me sorprende. Hace tiempo que veo series policiales y que los asesinos suelen ser psicópatas, e incluso los justicieros. No me sorprende el juego del perseguidor perseguido ni del que cruza la línea entre el bien y el mal. Jamás es sólo una cuestión de contenidos cuando hablamos de un producto fílmico. El menosprecio por la forma y los adjetivos que califican a esas formas nos lleva a no entender verdaderamente el éxito de ciertas series o programas y el fracaso de otros. La forma obviamente tampoco lo es todo (porque no es suficiente) pero el peso sin duda es fundamental, decisivo. True detective, serie de la que ya hablé, no era sólo una buena historia (de hecho, era bastante básica). Pero la estética del programa (además de los brillantes actores y sobre todo su tino para el papel) decidió convertir esos ocho capítulos en la serie del año, cuando estamos en abril. La violencia era parte de esa serie, como lo es de tantas otras: violencia explícita, morbosa, horrorosa y que turba porque no llegamos quizá a comprenderla del todo en tanto tal. O sí, y quizá por eso nos horrorizamos al ver a ese asesino lunático que abusa de niños. Una violencia en realidad fácil de despreciar. Pero qué pasa cuando la violencia se vuelve arte. Cuando tiene una estética perturbadora pero que no podemos dejar de alguna manera de ver. No sé si la deseamos, pero sin duda no queremos que el asesino sea descubierto. El malo es malo, es terrible, casi inhumano, pero brillante. Sofisticado y brutal, como la violencia que genera y oculta tras un manto perfecto y delicado de cinismo, al borde del abismo pero con red debajo. La seguridad de la impunidad, que nos reconforta por ser el más perfecto de los ejecutores. Estoy hablando de la serie actuada por el brillante artista danés Mads Mikkelsen, Hannibal.
Tale as old as time, cantaban en La Bella y la Bestia. Algo así podríamos decir en este caso. Hannibal Lecter no nos es desconocido. Y sin embargo, la serie nos trae una versión mucho más sofisticada de lo que podríamos haber imaginado. Hay un refinamiento de la criminalidad, la violencia elevada por delirios demenciales de muchos de los personajes de la serie. Por supuesto que es el doctor quien se lleva el primer premio, y a mucha honra. Hannibal es un psiquiatra de alta gama, reconocido por su profesionalidad, culto y refinado y con un excelente gusto culinario. Chef y ex cirujano, casi la misma cosa para este hombre, pasa sus días estudiando, leyendo, dibujando, atendiendo a sus pacientes. Se psicoanaliza también y asiste a conciertos a menudo. Un playboy con estilo y charm que trabaja en conexión con el FBI y conoce así a Will Graham (el absolutamente bello Hugh Dancy), un profesor psíquicamente inestable que entabla algo parecido a un vínculo tanto amistoso como de doctor-paciente con Lecter. Will es el único que descubre a estos asesinos seriales que abundan en Baltimore (y parece que en todo Estados Unidos) y sin duda alguna su trofeo máximo podría ser el Destripador de Chakeaspease. Lecter, por supuesto. Acostumbrados a atrapar a asesinos (quizá malvados o presionados por una crianza de sufrimiento, una enfermedad mental o la misma cultura norteamericana), los agentes policiales no comprenden cómo encontrar a un artista criminal, un artista de la violencia brutal, pero absolutamente meticulosa: perfecta, en el más profundo de sus sentidos, el más pleno. Will es distinto y su vínculo (absolutamente cínico) con Lecter es la principal atracción de la serie (amén de los espectaculares asesinatos de todos estos asesinos que Lecter juega a imitar). El puzzle que debe rearmar el FBI, con plena inteligencia dentro de los límites de la mediocridad, no está pensado para simples personas. No importan los estudios, quizá tampoco la calidad humana: son mensajes entre locos y sociópatas, que resaltan y quedan fuera de la sociedad, aunque simulan estar dentro. Aún.
Dos temporadas (la segunda aún sin concluir), gran elenco -que se completa con el jefe máximo, en la piel de Laurence Fishburn y la bella doctora Alana Bloom (Caroline Dhavernas)- y fluidez narrativa. Alucinaciones que desencajan el relato real y nos insertan en un mundo donde ya no estamos frente a fantasías siquiera, sino la imposibilidad de notar la diferencia. Las miradas, las palabras, la comida (esos festines que irónicamente Hannibal organiza con sus víctimas), los aromas que sinestésicamente nos ofrecen las secuencias de imágenes capítulo a capítulo, la necesidad de saber si lo van a descubrir al asesino o no, la intriga y sobre todo el proceso de llegar al resultado, son elementos que nos invitan a seguir viéndola. Cinismo, sofisticación y brutalidad en un mismo conjunto de historias, que siempre son una sola. Lo decían en True Detective, la eterna lucha entre la luz y la oscuridad. Y también reaparecen viejas (¿falsas?) dicotomías entre quien investiga y quien asesina. ¿Quién genera esta violencia con estas características tan propias? Tener un agente como Will estimula a Lecter a ser el perfecto y macabro criminal (aunque sin perder clase). Ser como Sherlock Holmes (en la versión británica de la BBC) invita a Moriarty a enviar mensajes que escapan a la mediocridad y vuelven todo más complejo e irrefrenable. Batman crea en parte a enemigos como el Joker. Y así se confunden. ¿Sherlock generó esos crímenes para llevarse el crédito? ¿Will acaso no es el asesino destripador que tanto buscan en Baltimore? ¿No es Rust un criminal también, según nuevas investigaciones que nos hacen sospechar de quien hasta hace unos instantes era "bueno"? Es tan delgada la línea entre héroe y villano, que las viejas dicotomías que necesitaba el mundo en 1938, al nacer Superman en Estados Unidos, ya no nos satisfacen. Queremos un villano como Lecter, que nos atraiga y nos repugne al mismo tiempo, aunque no en igual medida. Entender su sociopatía pero jamás llegar a condenarla. Buscar la verdadera raíz o esencia de lo que significa la criminalidad y por lo tanto la justicia. Mundos convulsionados, en donde yiran almas solitarias, porque jamás podrían encajar en los modelos que nos ofrece nuestra propia cultura y supuesta sociedad. Pero esta sociedad que se horroriza es la que genera sus héroes y villanos. Aunque ya no quede tan clara la diferencia y debamos de alguna manera hacer un llamado desesperado al delirio místico, a la fe o al amor. Quizá a la amistad. Por supuesto que jamás aniquilamos la esperanza de la bondad (al final, siempre sabemos que Will, Sherlock y Batman no son los asesinos, sino el remedio que comparte ciertas características de la enfermedad, pero sin llegar a serla), pero al menos dudamos un instante. La duda que por ese momento es más fuerte que la razón, y allí sobreviene la angustia. No es el asesino no sólo asesina. El asesino que destripa pero luego abraza. La perfección en lo macabro de un gesto mortal pero artístico, elevado. Una serie que no parece ser para todo el mundo, sino más bien para quien quiera verse envuelto en la contradicción. Y quiera regodearse y espantarse al mismo tiempo. Después de todo, también en el espanto puede nacer un sentimiento amoroso, y acaso crear así un lazo inquebrantable: la fusión de todas las identidades. Por un (ese) instante.
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