Got a ticket for my destination
Los viajes siempre nos hacen comparar cosas. Para bien o para mal o para niguno de los dos lados. Comparamos nuestras vidas con las de las personas que viven en el nuevo destino; comparamos los tiempos, los ritmos, los colores; comparamos las rutinas y los lugares. Un poco nos queremos correr de nuestro propio mundo y un poco ponemos ese mundo en el centro, como el parangón o la vara que nos permite, efectivamente, comparar. Pero es que no podemos sacarnos ese universo propio, ese "belonging" de nuestros hombros, de nuestras mentes y de nuestro corazón incluso. Es parte de nosotros. Así llega esa comparación que no sólo es un mero placer de observador sino que a veces nos lleva a preguntarnos "¿me gusta más o menos que lo que pasa en casa?". Tampoco sé si eso es malo. Sólo digo que a veces pasa.
Vuelvo de un viaje a otro país. Son los viajes que menos he realizado en mi vida. Y uno de los pocos a un lugar donde no hablan mi idioma, aunque sean lenguas emparentadas. Me fui al nordeste de Brasil. Un amigo paulista me había dicho una vez que los estereotipos que tenemos del pueblo brasileño vienen de Salvador de Bahía. Yo fui un poco más arriba pero siguiendo esa línea de "ciudad con playa del Nordeste". Y un poco tengo que darle la razón. Los carnavales -porque viajé en época de carnaval-, la gente en la calle tomando cerveza, bailando, sambando, vestida de colores como el amarillo, el blanco, el dorado. Las mujeres con flores en la cabeza y sandalias de mil colores. Los hombres disfrazados, todos desinhibidos. Carnaval de Brasil, como la canción de Calamaro, sólo que con ritmo alegre. Las playas perfectas, la arena suave, las olas verde-azul-marino. El calor. Las comidas callejeras. Invitable aquí la comparación con las murgas porteñas. Festejos en la calle, con poca organización visible de los municipios, con disfraces y niños tirándose espuma. Un poco de la vieja murga -la vieja tradición carnavalesca que Argentina perdió después de la dictadura- vive en Brasil, y vive de una manera vibrante. No vi las comparsas de Gualeyguachú, por supuesto, pero noté mucho más la potencia de la fiesta popular, del baile, de no tener necesariamente una comparsa que haga todo bien y un público que sólo mira del otro lado de la valla. Aquí todos bailaban, todos tomaban, todos seguían un estandarte, desde muy temprano en la tarde. Sentí también que no eran sólo los niños los que jugaban: el carnaval permitía subirse a los colectivos con esas flores gigantes en la cabeza, con esas ropas llamativas y vistosas, como una licencia que el pueblo se tomaba, un pueblo adulto que se divertía. Siento que la murga aquí, en Argentina, perdió fuerza, no en las comparsas ni en la gente que trabaja todo el año para esos "cuatro días locos que vamos a vivir"; sino en el que se acerca a ver. Como si fuera menos colorido, menos atrevido, más recatado, con un desfile al que admirar aunque sin bailar dentro de él. Bailar mirando. Por supuesto que es mejor que quedarse en casa simplemente. Pero esa diferencia se me hizo muy palpable. Además la institución del carnaval no ha sido una lucha de un grupo de personas que lo querían de vuelta con sus feriados perdidos. En Brasil nunca dejó de haber carnaval. Es parte de esa tradición popular que vive, que no se pierde y que parece incluso escaparle al término "tradición" que a veces suena a promesa de folleto turístico. A montaje.
La comida en Brasil es gustosa. En todo sentido. Es frutal y colorida. Uno nota qué guarniciones son las más comunes, qué postres, qué términos, qué manías. Y donde se va, hay que intentar -un poco- hacer lo que se ve. Por supuesto que hay límites,como dije antes, nadie se saca de un plumazo la cultura propia de encima. Pero se deja contagiar, quizá porque son vacaciones, quizá porque se siente libre, porque se está lejos y entonces nadie puede juzgar desde la misma vara cotidiana de los días laborables. En otro lugar también devenimos otros nosotros. No del todo y quizá no por tanto tiempo -a mí en particular volver me resulta muy sencillo. Pero viajar definitivamente nos abre otras puertas, otras ventanas, otras miradas. Refuerza tal vez esta idea de que todo es culturalmente instituido en los países, en las costumbres, en los hábitos que ya no cuestionamos y que nos parecen naturales. Viajar es recordar que no es así: que es todo un proceso de naturalización. A veces esas comparaciones generan cambios, abren la mente, ayudan a tomar consciencia. Otras veces generan extrañamiento y nostalgia. Depende de con quién hayamos viajado, para qué, cuánto tiempo, dónde. Brasil está cerca. Pero también está lejos. No suena música en español en el país carioca. No sentí hablar de política como aquí en Buenos Aires, en cualquier instante y lugar. Brasil también es muy grande y es imposible definirlo con un viaje turístico de quince días, no quiero tampoco hacerlo. Pero necesito quizá expresar esa diferencia, o también esas similitudes de las rutinas básicas. Cómo comprar en un supermercado, cómo viajar, cómo pedir algo en un restaurante. Después, está el otro Brasil, el que se choca con la idea pre-formada. Esa imagen que era mía y esa que veo, y que se entremezcla con lo que pienso. Una imagen nueva forjada en esos colores callejeros, en el verde tan cerca del mar y de la city, en esas cervezas y jugos de fruta, en esos postres que venden en cualquier puesto, en esa feijoada que todos comen todo el tiempo. La barrera del idioma, que sentí que iba a ser pequeña, no lo fue tanto, un poco extraño ese sentimiento entre lenguas que considero hermanas. Brasil entre sus similitudes de país occidental, híbrido y latinoamericano (y sudamericano); también alberga diferencias, una historia que se me hace muy distinta a la nuestra y a la de los países hispano parlantes, así como sobre todo a los países del cono sur. Es un extraño y es un conocido ahora. Pero misterioso. Así se crea esta necesidad de volver, quizá a otras ciudades, en otro tiempo futuro, después de otros viajes que llevarán a la misma introspección. Viajar nos lleva a comparar porque necesitamos esos patrones a que aferrarnos. Saber de dónde somos pero también a dónde podríamos ir si un día quisieramos irnos de donde estamos. Y para eso, necesitamos primero ir conociendo. Dejar que cada huella encuentre su arena o se quede con la que tiene. Entonces, navegar se hace preciso. Y viajar sirve para entender la importancia de esos viajes.
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