Hay algo que los hombres lindos nunca van a comprender: el placer de ser feo. O mejor aún, el placer de ser amado cuando uno es feo. Claro que yo nunca lo experimenté, no por mi belleza excepcional sino simplemente porque no soy hombre. Pero sí viví otra forma sublime de placer: amar a un hombre no a pesar de su fealdad, pero a causa de ella. Fetiches tengo en todos los bolsillos (con las manos, las manos manchadas de tiza y por extensión las manos manchadas de cualquier cosa, los omóplatos, las nucas, los estómagos flácidos, las voces profundas, las narices grandes, los hombres intempestivos, los hombres tempestivos) pero el mayor de ellos, acaso por ser contenedor de todos los anteriores, es mi fetiche con los hombres feos. Claro que el atractivo nace en otros ámbitos, en el plano intelectual, quizás, en el reconocimiento de un talento o de un conocimiento superior al mío. Luego, el atractivo “intangible” se traslada a lo corpóreo (a la cubierta de un libro, al arte de tapa de un di...